Al mismo tiempo que intento escribir una historia política de los órganos (no tan rápido como quisiera, dicho sea de paso), me ocupo estos días de comisariar una exposición de Carol Rama que se inaugurará en 2014 en el Museo de arte contemporáneo de Barcelona (MACBA). El comisariado de Carol Rama ha sido un encargo del director del MACBA, Bartomeu Marí. Aunque hace diez años que trabajo en el contexto del museo, mi relación con el formato exposición siempre ha sido distante. El museo, más que la universidad, ha sido para mí el lugar idóneo en el que repensar las relaciones entre los lenguajes y las representaciones de la dominación sexual, de género y corporal y las políticas de resistencia a la normalización. El museo, como experimento de micro-esfera pública, permite poner en diálogo la práctica artística, la fuerza de transformación de los movimientos sociales y la innovación crítica de las ciencias humanas. Es un lugar en el que inventar contra-ficciones políticas y poner a prueba técnicas de subjetivación disidente. En el MACBA o en el Museo Reina Sofía de Madrid, frente a la exposición, siempre he privilegiado la invención de dispositivos de producción de discurso y de visibilidad crítica que permitieran al mismo tiempo un alto grado de experimentación y de acción directa. Por ejemplo, La maratón postporno, que organicé en 2003 en el MACBA bajo la dirección de Manuel Borja-Villel y con el apoyo de Jorge Ribalta, hubiera podido ser una exposición, pero lo que realmente tenía sentido era convertirla en un encuentro de investigación, debate, experimentación y producción performativa. Lo importante era crear redes de colaboración, inventar otros lenguajes, otras prácticas.
Cuando se trabaja sobre políticas minoritarias (feminismos, movimientos de disidencia sexual y de género, movimientos anticoloniales) el peligro de la exposición (la lista de ejemplos de los últimos años sería larga y sus hazañas embarazosas) es doble: epistemológico y político. Desde un punto de vista epistemológico, las exposiciones “minoritarias” corren el riesgo de aparecer como una nota a pie de página de la gran narración historiográfica. Dicen: “es cierto que el arte moderno lo hicieron sobre todo hombres blancos centroeuropéos, pero no olviden que también estaban Sonia Terk, Liubov Popova, Claude Cahun, Dorothea Tanning…Y de vez en cuando, aunque en la sombra, hicieron pequeñas maravillas.” Muchas de estas exposiciones responden a un paradigma que, libre de la ampulosidad de la crítica del arte, podría describirse mejor con la frase inventada por un editorialista de Playboy: “No había mujeres ni negros en el arte, como no había bikinis en el Polo Norte.”
Desde un punto de vista político, las exposiciones minoritarias pueden clasificarse de forma esquemática en dos grupos, dependiendo del criterio con el que la selección de la obra se realice: algunas son “universalistas,” otras trabajan con la lógica de las “políticas de identidad.” Desde el universalismo (tendencia dominante en las instituciones francesas), lo importante no es que estos trabajos hayan sido hechos por “mujeres,” “homosexuales”, “locos”, “indígenas” o “negros”, sinó que la experiencia que allí se vehicula o representa permite acceder a lo universal – es decir, puede ser absorbida por la narración hegemónica. Por el contrario, cuando se trabaja con la “políticas de identidad” como criterio se abren otros peligros: ¿Cómo decidir qué artistas son “mujeres”, “homosexuales” o “negros”? ¿utilizando criterios anatómicos, pruebas cromosómicas, actos de habla, confesiones de diario íntimo? En todos estos casos, el riesgo es el mismo: en lugar de deconstruir las tecnologías de dominación de género y sexual, la mayoría de exposiciones de artistas “mujeres”, “homosexuales” o “indigenistas”, contribuyen a renaturalizar las diferencias, integrándolas en la gran historia como una anécdota (un memorial de víctimas que permite celebrar el Día de la Mujer, o el todavía próximo Día para la Abolición de la Esclavitud), pero que lejos de sacudir la narración hegemónica, la reafirma.
Supongo que es por algunas de estas razones que hasta ahora he preferido no confrontarme con la exposición. Pero esta vez se trata de Carol Rama.
El trabajo al mismo tiempo monumental y casi totalmente desconocido de Carol Rama, se extiende desde 1936 hasta 2005. Una exposición de su obra podría constituir un contra-archivo del arte del siglo veinte que permita releer críticamente la historiografía dominante y cuestionar sus lugares comunes. La obra de Carol Rama es al mismo tiempo tan magistral como subversiva, tan marginal como irrefutable. Me atrevo a afirmar sin equivocarme que un día Carol Rama será tan imprescindible como lo son hoy Frida Khalo o Louise Bourgeois.